lunes, noviembre 01, 2004

El amor más puro

No hay amor más puro que el que se entrega sin pedir nada a cambio.
Ese amor yo sólo lo he encontrado en mí hacia mis hijos.
Por las noches, después de leerles un cuento, siempre les digo que les quiero, como si con ello ahuyentase el fantasma del abandono. Porque sé que ellos me dejarán para vivir su propia vida. Así debe ser.
No hay nada mejor que cuando mi hijo, casi a punto de sucumbir al sueño, me dice, vamos a decirnos que nos queremos... Entonces siento que todo tiene sentido, el esfuerzo, la angustia y el abatimiento de vivir sola con ellos. Una soledad elegida y deseada que me devuelve un manatial de colores que veo, casi a diario, en los dibujos que me regalan y que inundan la puerta de la nevera.
Sus manitas en mis manos, andando, no sabemos muy bien hacia dónde, pero sí sabiendo hacia dónde no queremos ir.
Sus cuerpos cálidos en mi cama los fines de semana, en ese permiso que les concedo de modo ficticio a regañadientes, apiñados contra mí, recordándome que, en efecto, hubo un tiempo en que éramos uno y que el cordón emocional late aún más intenso que el umbilical.
A veces tengo miedo de mí misma, de ese animal que se despierta dentro de mí, que no racionaliza y que sólo atiende a la defensa de sus cachorros. Quererles más allá de esta vida se me hace poco.
Por eso, a veces unimos las manos y decimos: "Siempre". Y esa noche sueño que quizá, sólo quizá pueda ser posible.

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